123raus
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SOBRE CÓMO RECUPERAR LA AUTORIDAD.
Nota informativa: la presente propuesta forma parte de la primera que he enviado al foro sobre recuperación de la autoridad. En concreto, del epígrafe llamado OBEDECER. La que aquí pueden leer sigue lógicamente a aquélla.
INTRODUCCIÓN.
Hola amigos.
Recuerdo que, cuando era estudiante de psicología, se me llevaban los demonios por tener que aprender del derecho y del revés un montón de experimentos para conocer la naturaleza de dos tipos de condicionamiento: el clásico y el operante.
Acabé comprendiendo su utilidad en psicoterapia y para explicar muchos comportamientos humanos. Pero aquello, pese a su utilidad, me parecía una monomanía. Las huestes de Watson y Skinner miraban la naturaleza humana como por un cañón de escopeta. Yo me preguntaba cómo un psicólogo conductista podría explicar una conducta tan compleja como, por ejemplo, la de jugar al ajedrez. No veía la manera, ni la veo.
Para mí, fue una suerte que, a la sazón, el profesor de antropología nos recomendara Teoría de la inteligencia creadora, de nuestro admirado Marina. Fue una liberación. Vi el horizonte en toda su vastedad, sin las anteojeras que me habían vendido en la carrera. El ser humano podía aprender cosas por condicionamientos, pero también -como yo siempre había supuesto- mediante la reflexión y el poder de la imaginación en estado consciente. Eso le confería la singular libertad que le caracteriza.
De ambas cosas voy a hablar aquí: del aprendizaje por condicionamiento y del aprendizaje por reflexión.
LA REFLEXIÓN.
1. LA CARA.
Ustedes se habrán dado cuenta de unos cuantos fenómenos pasmosos y paradójicos. Seguramente, jamás en la historia se ha hablado tanto como ahora de las virtudes del diálogo y la palabra. El diálogo, sin duda, tiene propiedades miríficas, casi increíbles. El diálogo y la palabra son la base de la convivencia democrática, de la buena comunicación y el mejor instrumento para la educación de nuestros niños y jóvenes. Por eso será que oigo tantas veces que debemos hablar y hablar con ellos para explicarles las bondades de la vida en democracia, de la empatía, la generosidad, la cooperación, la colaboración, la solidaridad, etc.
Y es que el poder de la palabra lo experimentamos a diario: convencemos y nos dejamos convencer con palabras bien escogidas; elaboramos complejas ideas con su ayuda; nos conmovemos con los significados a que se refieren; compramos libros y novelas que nos apasionan y nos hacen soñar despiertos; transmitimos todo tipo de información, o casi. Enamoramos con las palabras. La estructura de nuestra inteligencia es lingüística. Sperry de mostró que la consciencia reside en el hemisferio izquierdo, precisamente el que gestiona la comprensión y producción del lenguaje. La palabra, el lenguaje, nos hace ser lo que somos: la especie más compleja e inteligente de la Tierra, quizá del universo.
¿Qué relación tiene la palabra con el concepto de autoridad bien entendido? Mucha, sin duda. Nos encanta escuchar lo que tienen que decirnos las más diversas autoridades del mundo de la ciencia, la filosofía, el arte o la medicina. Por eso nos compramos sus libros o asistimos a sus conferencias. Después de oír a un sabio, nos solemos sentir en la gloria, nos invade un sentimiento de bienestar. Los sabios tranquilizan y reconfortan, seguramente porque tranquiliza y reconforta saber que hay personas de gran talento pensando para nosotros (y, a veces, por nosotros), para nuestro bien. La ciencia psicológica ya ha demostrado que a las personas, en general, nos atraen las personas con talento, creatividad e inteligencia. Cuando las mujeres se encuentran en el momento de máxima fertilidad, se sienten especialmente atraídas por hombres creativos y talentosos. Por eso mismo, entre otras cosas, saben juzgar mejor que los hombres, en general, la personalidad del individuo que tienen delante.
Nosotros estamos convencidos de las virtudes de la palabra documentada y bien intencionada. La palabra, como signo de inteligencia y liberación.
La autoridad que confiere la palabra bien dicha es, sin duda, la autoridad con que nosotros, como docentes o padres, nos queremos presentar antes nuestros niños y jóvenes. Ésa es la autoridad que deseamos transmitir y que ellos imiten. Por eso, las paredes de colegios e institutos se llenan de carteles y murales con imágenes y leyendas ingeniosas, animando a nuestros jóvenes a una infinidad de cosas buenas: a no ser racistas, a no discriminar por razones de sexo, origen, estatus económico, a leer, a prender y un sinfín de cosas parecidas. Por todos lados se pueden leer juegos de palabras y mensajes que animan a nuestros jóvenes a ser generosos, solidarios, éticos, amables…
Los gobiernos, cuando confeccionan sus campañas educativas para los medios de comunicación, se apoyan en mensajes y juegos de palabras ingeniosos para captar la atención de nuestros jóvenes. Hacen campañas con leyendas y eslóganes con gancho que animan a quienes los ven y leen a reflexionar sobre su conducta. Son tantas las virtudes de las palabras.
Por eso, sin duda, se ve a tantos padres hablar con sus hijos pequeños para hacerlos entrar en razón, para convencerlos de lo mejor, de lo que deben y no deben hacer. Tantos y tantos padres recurriendo a la palabra para ganarse la confianza escondida de sus hijos, para vencer sus resistencias de rebeldes adolescentes. Hablan con ellos y les piden las cosas con el más endulzado cariño, para que observen cómo hay que pedir las cosas, para darles ejemplo de cómo dirigirse al otro sin faltarle el respeto, para no herirlo, ofenderlo o molestarlo. Hablándoles con nuestras mejores razones, queremos que ellos nos revelen sus miedos, sus dudas, la complejidad de su mundo inquieto y en ciernes. Queremos que nos hablen, que reflexionen con nosotros. Con nuestra ayuda.
Aunque la ética siempre haya sido la asignatura maría, las diferentes legislaciones democráticas se han preocupado en preparar a nuestros alumnos en cuestiones de razonamiento ético. La LOGSE quiso inocular la ética en cada asignatura, haciéndola transversal y no específica. De modo que, yendo la cosa según lo previsto, los alumnos recibirían clases de ética a cada momento. Clases sobre educación vial, para la salud, para la convivencia, para la paz, para la igualdad sexual, el medio ambiente, las actitudes democráticas, etc.
Pero…
2. LA CRUZ.
…Pero no vemos los resultados. Utilizamos, con nuestro mejor ánimo, las mejores palabras y los más afinados razonamientos que somos capaces de hilvanar para convencer a nuestros niños y jóvenes de las virtudes del estudio y las conductas saludables, cívicas y democráticas. ¿Acaso no debería ser esto una balsa de aceite? ¿Qué está fallando? ¿Qué está pasando?
Lo que vemos cada día en nuestros hogares, calles y colegios es bastante distinto de lo que imaginábamos que podría ser.
Quizá mi lector piense que nuestras palabras son buenas pero que nuestros actos no están a su altura. Que no predicamos con el ejemplo. Que hay un currículo oculto que endemonia los ánimos y tuerce nuestros mejores proyectos educativos. Sin duda. Pero no creo que se trate de eso. ¿Acaso ven en nosotros, sus padres o maestros, actitudes xenófobas, racistas o vejatorias para con los débiles, feos o minusválidos? ¿Nos ven inhalar rayas de coca? ¿Nos ven recurrir a la violencia de puñetazos y patadas? ¿Nos toman como ejemplo en todas esas cosas execrables? ¿Tan malos somos nosotros, en realidad? Con toda sinceridad, no lo creo. ¿Qué pasa, entonces?
Nos levantamos con el susto en el cuerpo. Ya prevemos la lucha cuerpo a cuerpo con nuestros hijos o alumnos, de buena mañana. Sabemos que raro será el día en que no veamos conductas descarriadas o violentas. Fumar, beber en exceso, tomar drogas. Sabemos que, pese a todos los programas educativos y éticos, pese a todas las campañas preventivas o paliativas, sabemos, digo, que nuestros jóvenes discriminarán o acosarán al chico débil o al chico negro, que veremos actitudes xenófobas y bronquistas. Sabemos que nos faltarán el respeto, con la palabra, con su silencio a destiempo, con las actitudes o la mirada. Sabemos que intentarán reventarnos la clase en cuanto vean signos de agotamiento en nuestros ojos. Sabemos que mirarán las musarañas, que interrumpirán nuestro discurso, que los veremos nerviosos o hiperactivos, incapaces, muchos de ellos, de mantener la atención en el libro de texto ni sobre nada en particular.
¿Será la tele? En ella desfilan todos los días imágenes de violencia gratuita, de odios racistas, de estupidez a mansalva. Algunos estudiosos dicen que la televisión impide que los niños aprendan a centrar su atención durante largo rato. Puede ser. ¿Será la tele, la muy maldita? Ojalá, bastaría con apagarla. ¿Serán los videojuegos de contenido violento y xenófobo? Quizá tengan su parte, cómo no. Pero algo me dice que aquí no está el meollo de la cuestión. Algunos estudios sociológicos prueban que los videojuegos no son causantes de violencia, no la incrementan.
¿Qué es, entonces?
3. VAMOS A APAGAR UN FUEGO.
Arde el monte. Las autoridades nos piden ayuda para sofocar el fuego. Acudimos prestos. Las llamas son grandes. Enchufamos las mangueras y soltamos a presión el líquido elemento sobre la base de las llamas. Para nuestro asombro y pavor las llamas crecen y crecen, tanto que tenemos que retroceder y abandonar. ¿Qué ha pasado? El jefe de bomberos se percata de que, en un garrafal y terrible error, el tanque de agua donde se enchufó la manguera, estaba lleno de gasolina, no de agua. La pregunta es: ¿volverían ustedes al lugar del fuego para apagarlo sin cambiar la gasolina por agua? Claro que no, sería de locos. Sin embargo, algo análogo es lo que todos los días estamos haciendo en materia de educación.
Es decir: utilizamos la palabra ética, bienintencionada y democrática para intentar solucionar el creciente problema de la mala educación de nuestros alumnos. Pero sin éxito. ¿Qué hacemos entonces? Redoblamos nuestros intentos con los mismos instrumentos pedagógicos. ¿Funcionan ahora? No, al revés, se incrementan. Insistamos otra vez, quizá no hemos encontrado la combinación de palabras ganadora. Afinamos el discurso, pulimos el sermón. ¿Y ahora? Ahora tampoco, ¿qué está pasando? ¿Se han vuelto sordos estos chicos?
Lo que quiero explicarles es que si las cosas no funcionan en el mundo de la educación no es por culpa de una supuesta ausencia de palabras y mensajes democráticos, sino, precisamente, por su abundancia. O mejor dicho: porque, en este caso, confiamos excesivamente en el poder de la palabra.
Cualquier padre o profesor de un chico díscolo, acaba pensando: “¿Qué estoy haciendo mal? Deberé esforzarme más en transmitirle al chico los ideales de la democracia y la necesidad de que él cumpla con sus deberes de estudiante e hijo. Debo intentar hablar más con él, dialogar más con él, razonar más con él, hasta vencer sus resistencias, hasta convencerlo.” Pero sigue sin funcionar. “¿Qué hago? Tendré que hablar más con él…”
Pero ¿por qué toda esta lucha? ¿Por qué la palabra y la reflexión sirven, en gran medida, con mi padre y o mi cuñada pero no con mi hijo o mis alumnos?
4. ENTRENAR LA ATENCIÓN.
Hace ya unos años, Daniel Goleman, nos explicó la importancia que tiene en la vida poseer una buena inteligencia emocional. Sin duda, unas personas vienen al mundo emocionalmente mejor dotadas que otras. Esto pasa con todas las facultades humanas. Recuerdo que contaba en ese libro un experimento psicológico longitudinal con niños. Consistía en que un adulto le decía a un niño de cuatro o cinco años que podía elegir entre comerse un caramelo en ese momento o dos pasados unos minutos, si no se comía el que ya le ofrecía el investigador. Pues bien, los resultados de la investigación fueron muy aleccionadores. La mayoría de los niños que habían preferido comerse el caramelo al momento, en vez de recibir dos tras varios minutos de impaciente espera, luego, cuando ya fueron adultos, resultaron ser buenos estudiantes y tener buenos puestos de trabajo, en contraste con los niños que habían sucumbido a la tentación inmediata del primer y único caramelo, a los cuales, en general, les había ido peor en los estudios y en el trabajo.
Javier Urra, un excelente educador, una autoridad en estos problemas, nos explica en su libro El pequeño dictador que la corteza frontal de nuestro cerebro tiene que madurar durante un periodo crítico del desarrollo ontológico. Esa zona es necesaria para mantener la atención y controlar los impulsos. Los niños que no desarrollan esa parte de la corteza cerebral, tendrán, probablemente, problemas de atención y, por tanto, de estudios, aparte de disciplina.
Ese aprendizaje, como tantos otros, necesita de la colaboración del adulto. El adulto debe dirigir la atención del niño y enseñarle a controlarse. Y el niño, alcanzada cierta edad, debe ser capaz de aprender a consolarse y calmarse solo, cuando sus padres se nieguen a atender todas sus demandas y deseos o simplemente no puedan.
Si el niño obtiene casi todo cuanto desea al instante, no aprenderá a controlarse ni a consolarse. Y esto, amigos, es terrible.
Los niños criados en un ambiente de lenidad y permisividad, familiar o escolar, acaban por no poder controlar sus impulsos, fijar la atención y consolarse solos de las más mínimas frustraciones. Se comportan, entonces, como cabría esperar: de manera errática, inconstante, nerviosa, quejica, llorona, tiránica…
Los padres les hablan y les hablan, intentando centrar su atención, pero no pueden. No es que estos niños no puedan entender lo que se les dice, es que no son capaces de atender lo que se les está diciendo. Sin ser niños con hiperactividad, lo parecen.
Incluso aunque su cociente intelectual sea alto, no es fácil que adquieran el hábito del estudio, pues normalmente siempre hay cosas más divertidas que estudiar. Son despóticos y, como no pueden controlar sus deseos, tampoco desarrollan bien esa facultad natural y maravillosa que es la empatía y la generosidad. No, porque todo ha de ser para ellos, al instante. La empatía es natural, pero, como todo en el ser humano, necesita ser socialmente tutelada y guiada, entrenada, cultivada: así lo ha dispuesto nuestra naturaleza.
En semejante estado mental, los niños consentidos, mimados e hiperprotegidos, son víctimas de sí mismos: siempre están ansiosos, porque la vida siempre les exigirá esfuerzos que ellos no saben cómo soportar: su cerebro y su mente no han madurado adecuadamente. Son temerosos, porque no saben dar un paso sin el apoyo del adulto: han recibido una educación ortopédica. Son coléricos, pues no soportan la frustración. No atienden a nadie, pues no saben cómo centrar la atención. No estudian, no hacen los deberes, porque no han aprendido a tener que esforzarse por nada. Sólo están centrados en sí mismos, en sus apetitos y deseos.
Por supuesto, también en esto hay grados, huelga decirlo. Yo les estoy hablando del niño con un síndrome del emperador puro, pero no hace falta llegar a tanto para que la cosa sea digna de consideración y preocupación.
Así pues, un niño criado (no diré educado) en una familia permisiva y lenitiva, irá creciendo en permanente oposición con los demás, en un conflicto perpetuo con sus semejantes y consigo mismo. Cuando alcance la adolescencia ya será demasiado tarde, nos advierte Javier Urra. Efectivamente, el chaval se ha criado en un ambiente carente de señales claras, de límites verdaderos. Los padres de estos niños y muchos maestros y profesores, herederos ideológicos del mayo del sesenta y ocho, creen que las palabras, esos maravillosos sonidos dotados de significados, creen, digo, que las palabras deben actuar como límites efectivos de la conducta. Lo siento: no es así. Las palabras, las palabras bien escogidas, tienen efectos educativos fenomenales en personas que son capaces de atender lo que se les dice. En personas que ya tienen educada la inteligencia y la voluntad. Y no es el caso de estos niños. Atender precede a entender. Y ellos no han aprendido a atender.
Incluso en el caso que se dignen atender y puedan entender lo que les decimos, rara vez tienen la suficiente fuerza de voluntad o el deseo de obedecernos.
Así las cosas, estos jóvenes desoirán nuestros mejores mensajes éticos, nuestras mejores razones. Serán incapaces de compartir cosas con el compañero, no desarrollarán las facultades mentales que cimientan la cooperación, la compasión, el autocontrol, la famosa empatía, ni todas aquellas cosas en que se funda la convivencia democrática.
Dará igual que ensayen ustedes mejores discursos, que afilen las palabras, que cincelen sus mensajes, que los pulan o que les den brillo. Nada, ya nada se podrá hacer con las palabras. Nada mejor que éstas cuando el individuo es capaz de controlar sus impulsos primarios, cuando ha asimilado las primeras lecciones de autocontrol. Nada más inútil que las palabras, por sí solas, para enseñar a controlar los impulsos primarios.
5. EL DOLOR, EL MIEDO Y LA FRUSTRACIÓN NECESARIOS.
El control de los impulsos es prelingüístico o, en el mejor de los casos, semi-lingüístico. El aprendizaje de los impulsos se aprende en la primera infancia, cuando las palabras son todavía ruidos informes e ininteligibles, cuando los límites no son las palabras, sino las consecuencias que siguen a los actos.
Aquí, amigo lector, es cuando vuelvo la mirada -quién me lo iba a decir a mí- a Watson, Skinner y los suyos, y me veo obligado a hablar de condicionamientos puros y duros. El niño pequeño (y no tan pequeño) aprende a dominarse por medio de condicionamientos, clásicos e instrumentales. Los padres deben ser la fuente más clara de refuerzos y castigos. Y cuando digo castigos, saben ustedes que no me refiero a castigos físicos ni a nada que pueda ser cruel. Me refiero, principal y casi exclusivamente, a castigos en que el niño pase por la privación de privilegios. Aunque también me puedo referir a castigos que infundan miedo, el mínimo necesario, en el niño. Ustedes pensarán, quizá, que estoy diciendo barbaridades, que el miedo siempre es malo. Pero ¿cómo harán ustedes entender a un nene de dos años que no debe meter los deditos en el enchufe cuando lo pillan intentando meterlos? ¿Qué discurso le darán? Ninguno, porque el niño no les va a entender. Recurran al manotazo y a una fuerte voz diciendo no. Esto mismo es lo que nos recomienda Marina.
Pero yo he querido insistir en este punto porque creo que es de vital importancia. Creo que hay que explicarlo con pormenor, con detalle, para que no quede la menor duda de qué queremos decir.
Solo el miedo a recibir una fuerte voz, un manotazo, o ambas cosas, disuadirá al pequeño de meter los deditos en el enchufe. ¿Ven como el miedo no siempre es malo? Es un instrumento más de nuestra psique, una brújula más, tallada por nuestra historia evolutiva para servirnos de orientación en un mundo hostil.
Lo mismo diremos del dolor. A nadie, en general, le gusta el dolor. Es algo desagradable. Pero también es necesario para sobrevivir. El dolor nos pone en aviso de que algo funciona mal, por eso acudimos al médico o, según el caso, nos apartamos de la fuente de dolor. Un hombre lleno de miedos intensos, es un hombre enfermo y esclavo de sus miedos. Un hombre sin miedos, pronto dejará de ser hombre. Pronto dejará la vida. Antonio Damasio, en El Error de Descartes, nos explica que aquellas personas que, a causa de accidentes cerebrales, no son capaces de experimentar miedo, se comportan de manera extraña, ajenos a la lógica y la razón.
En nuestro afán hiperprotector, deseamos que nuestros niños no tengan que pasar dolores, miedos o frustraciones. Pero no podemos blindarlos en una burbuja impenetrable. Los miedos y los dolores son necesarios para aprender los peligros de la vida y para curtir el carácter. Conste que no hago apología del dolor ni del miedo, estados mentales que aborrezco y temo como cualquier humano normal. Digo sólo que, en las dosis adecuadas, son necesarios. La ansiedad es desagradable y destructiva cuando su intensidad es excesiva. Pero los psicólogos y los educadores sabemos que la ausencia total de ansiedad, perjudica el rendimiento intelectual. Lo ideal es un término medio de estado vigilante. Cierta ansiedad revela interés por lo que se está haciendo.
Quien crea que estoy pidiendo la vuelta a la mano dura y la autoridad de otros tiempos, de verdad que se equivoca. Déjenme que les cuente algo de mí. Cuando cursaba cuarto de E.G.B., tuve la mala suerte de sufrir los palmetazos y pescozones de un maestro cruel y miserable. Nos pegaba por cualquier motivo, incluso a los que no hacíamos más que estar callados en nuestros pupitres. Yo llevé aquello con miedo y asco. Tanto, que le cogí fobia a la escuela. No era mal estudiante, pero odiaba aquello. Cuando tuve edad de ir al instituto, decidí enseguida que no quería seguir estudiando, de modo que me puse a trabajar en la tienda de mi padre. Cursé mis estudios de psicología por la UNED, a los veinticinco años. Estoy seguro de que aquel ogro truncó el desarrollo normal de mi vida de estudiante y truncó o entorpeció mi carrera profesional y laboral. ¿Creen ustedes que yo aquí estoy pidiendo un retorno a unas formas de educación tan aborrecibles?
¿Estoy intentando decirles que en la percepción que el niño prelingüístico tenga de la autoridad legítima de padres y maestros hay una componente de miedo? Realmente ignoro cuántos rodeos serían necesarios para que ustedes, o alguno de ustedes, no me malinterpretaran si les dijera que sí. Y la respuesta es, efectivamente, sí. Pero no hablo de terror, ni de pavor, ni de un miedo intenso, ni de nada por el estilo, sino del miedo mínimo necesario, simple y llanamente. ¿Necesario para qué? Ya lo he dicho, pero me importa repetirme tantas veces como haga falta. Necesario para que el niño evite conductas que le pondrían en peligro la vida. ¿Qué haría usted con su hijo de dos o tres años que se soltara de su mano y cruzara la calle con el semáforo en rojo? ¿Qué haría usted si su niño se acercara peligrosamente a las ascuas donde usted hace la paella campestre? ¿Qué haría usted si su niño se acercara a un precipicio en un descuido suyo? Quizá usted lo que piense es que su tarea de padre es evitar que el niño pueda meter los dedos en el enchufe, o que cruce la calle con el semáforo en rojo, o que se acerque a las ascuas o al precipicio. Sí, es su tarea, sin duda. Pero usted no lo podrá controlar todo, a cada instante, en cada momento, por más esmerada que sea su vigilancia. El mínimo miedo de que hablo le permitirá, en lo sucesivo, controlar al niño sólo con una voz fuerte de desaprobación, sin necesidad de nada más, pues el pequeño asociará la voz a un posible y aparatoso azotazo en el culo.
Comprendo que alguno de ustedes se remueva incómodo en su asiento: “¿Es esto educar? Esto es adiestrar, condicionar. Es inadmisible.” Parece incluso que estoy oyendo las noticias sensacionalistas de la televisión: “Un psicólogo del tres al cuarto se atreve a proponer un retorno a la barbarie de los malos tratos, a la mano dura y a los castigos físicos”. Pero permítanme un ejemplo más. Nadie desea que su hijo pase dolor alguno. Imaginen por un momento que ustedes como padres pudieran darle a su hijo un tipo de pastilla que le impidiera sufrir ningún tipo de dolor (de cabeza, de muelas, de estómago o de lo que sea). ¿Se la darían ustedes? Ningún médico en su sano juicio les recomendaría dársela, por razones obvias: el dolor es un síntoma de que algo va mal en nuestro organismo y, como tal, nos proporciona una información vital y totalmente necesaria. ¿Sería justo que si ustedes se negaran a dársela, alguien les acusara de querer que los niños sufran dolores? ¿Se les podría acusar justamente de sádicos?
Hay una gran diferencia entre el sádico que inflige a su víctima todo el daño que puede, simplemente por verla sufrir, y la persona que inflige el mínimo daño posible para evitar un daño mayor. Quien le echa alcohol a los ojos de una persona para verla sufrir, es un sádico. Quien echa alcohol en la herida de su hijo para que no se le infecte, no es precisamente un sádico.
¿Entonces estoy diciendo que el respeto incluye el miedo, aunque sea un miedo mínimo y perfectamente soportable? Nadie se confunda. No estoy afirmando que los hijos deban mirar con miedo a sus padres. El miedo nunca deberá ser la emoción dominante, ni mucho menos. Aquella persona que recuerde con temor a su padre, es que algo ha fallado. No es eso lo que buscamos, ni mucho menos. Los padres deben hacer méritos para ser mirados y recordados como fuentes de protección, amor y cariño. Faltaría más. Pero también como fuentes impositoras de disciplina, prestas a frustrar los deseos inadecuados del crío. Y ustedes saben que son muchos, incontables, los deseos inadecuados de un crío (o de un adulto). ¿Qué haría usted como padre si su niño glotón quisiera comerse cinco hamburguesas seguidas? ¿Qué haría usted si su niño de once años decidiera empezar a fumar? ¿Qué haría usted si su niño se negara a estudiar absolutamente nada? ¿Qué haría usted si su niño se negara a colaborar en las tareas domésticas? ¿Qué haría usted si su niño, de trece años, deseara conducir su coche por la autovía? Aquí, ante este tipo de deseos es cuando se entiende a las claras aquello de que quien bien te quiere, te hará llorar. Quien bien te quiere, frustrará antes o después tus deseos, pues no todos los deseos son buenos. Eso no significa, como en el caso del miedo o del dolor, que los niños deban ver en la autoridad legítima una fuente predominante de frustración.
La autoridad legítima no debe ser aquella que sea fuente ubérrima de dolor, miedo y frustración, sino como la persona o la entidad capaz de administrar el dolor, el miedo y la frustración mínimos necesarios. Pero también de procurar el mayor bienestar posible.
Y si se me han entendido bien, el dolor y el miedo de que hablo, no serán otros que los que produzca una voz de desaprobación, un manotazo providencial o un suave azotazo en el zurrón. Nunca nada que estigmatice o hiera. Estoy hablando de niños que no entienden nuestros discursos, pero sí la palabra no.
6. CUANDO EL NIÑO NO COMPRENDE EL LENGUAJE.
Nuestro niño no sabe hablar, pero le hemos enseñado algunas cosas importantísimas. Nuestro niño sabe que nosotros le protegeremos y lo cuidaremos. Sabe, por condicionamiento que, si le decimos “¡No!”, deberá interrumpir la conducta en curso. De lo contrario, si carece del miedo mínimo necesario a nuestra presencia y nuestra voz, desoirá nuestra orden y meterá la manita en el enchufe, se acercará demasiado al fuego o al terraplén o cualquier otra cosa por el estilo.
Pero en cuanto el niño comprende bien el lenguaje, la cosa debe cambiar. No hará falta voces alarmadas o enfadadas, ni un mínimo azote en el zurrón. Ya podemos recurrir a las palabras. ¿Palabras para qué? Para expresarle lo que esperamos que él haga y para advertirle de las consecuencias que experimentará si nos desobedece. Eso no quita para que usted le dé explicaciones complementarias; pero para ilustrarlo, no para convencerlo. “Juanito, tienes que hacer tu cama. Hazla ya, por favor. Debes hacerla porque tu madre y yo ya trabajamos bastante. Eso te toca a ti.” Para reforzar este mensaje es conveniente advertirle de la consecuencia que se derivará si no obedece. “Si no la haces ya, no podrás jugar con la videoconsola ni con tus amigos.” Eso es todo. Seguro que a ustedes esto no les parece cruel, porque no lo es.
Seguimos en el terreno del condicionamiento operante.
Por tanto, la autoridad que necesitamos en nuestros hogares y en nuestras aulas es, creo yo, aquélla que tienen el poder suficiente para administrar premios y castigos proporcionales, respectivamente, al mérito o la infracción.
Y un error sería creer que el docente tiene que probar la excelencia de su sentido común para dar órdenes a los alumnos. Si tenemos esas dudas, vamos mal. Nosotros, como adultos, nos podemos equivocar y, de hecho, nos equivocamos cuando damos órdenes, pero esto no será suficiente como para pensar que nuestra autoridad ante niños debe ser cuestionada. No, pues es una cuestión de sentido común que los adultos (padres o maestros) ejerzan el poder sobre los menores de edad. Nosotros nos podemos equivocar en nuestras decisiones, pero ellos difícilmente pueden acertar.
Así pues, la autoridad del adulto ante el menor está necesariamente asociada al poder de condicionar la conducta de quien está bajo su tutela. Las palabras deberán servir entonces, más que nada, para anunciar al niño los condicionamientos que le serán aplicados en función de su conducta.
Por tanto, en los niños pequeños sin habla y en los niños con habla, pero todavía pequeños, percibirán la autoridad como una fuente de poder para administrar (justamente) premios y castigos. Si ustedes obran de esta manera, les aseguro varias cosas:
1. Su niño no le cogerá a usted miedo ni estará resentido con usted.
2. Aprenderá a soportar la frustración aneja a la pérdida de privilegios.
3. Prestará atención a sus palabras y gestos (de modo que apenas hará falta recurrir al castigo).
4. Comprenderá mejor el mundo en que vive, pues sabrá qué conductas son adecuadas y cuáles inadecuadas.
5. No se sentirá ansioso ante un padre o maestro que, por su estilo permisivo, se deja manipular continuamente por él.
6. Aprenderá a controlar sus emociones y fortalecerá su voluntad, de modo que podrá estudiar y hacer sus labores domésticas sin excesivos problemas.
Y si ustedes obran así…
7. ÉTICA. CUANDO LOS NIÑOS ENTIENDEN NUESTRAS PALABRAS Y DISCURSOS.
Ahora, amigos, cuando tras haber utilizado bien el condicionamiento y ante niños que entienden bien nuestros razonamientos (adaptados a su edad, claro), ahora es cuando podemos abandonar, siquiera parcialmente, los métodos de condicionamiento y empezar a hablarles, a hablarles de ética. Pues ahora tendremos la seguridad de que atenderán nuestras palabras. Ahora es cuando ustedes pueden sacar lo más granado y exquisito de su verbo, y hablarles a los chicos de las bondades de la bondad, de la virtud, de la solidaridad, del amor, de la generosidad, de las conquistas de la razón, de un mundo amable, del horror del racismo, la guerra y la discriminación de niños y mujeres, de la necesidad cuidar nuestro mundo, de… Gánenselos con la palabra, con la razón, sin necesidad ya, o casi, de nuevas intervenciones de carácter conductual (condicionamientos operantes).
Ahora, tomen gustosos la palabra. Ahora, tras asegurarse de que los chicos les atienden, hagan todo lo posible para que también les entiendan.
7. REFLEXIÓN SOBRE LA RELACIÓN ENTRE AUTORIDAD Y PODER.
Quizá esté equivocado, pero creo que, aunque bien podamos separar los conceptos de poder y de autoridad, realmente a toda autoridad va asociada algún tipo de poder. Marina nos advierte que, en efecto, una persona o institución puede tener poder, pero no autoridad y la inversa, estar dotado de autoridad pero carecer de poder. Imaginemos un ejemplo que ilustre estas relaciones: Yo soy un científico que afirma x cosa. Mi vecino es otro científico que afirma lo contrario: no x. Digamos que yo tengo a un hermano en el gobierno. Mi vecino, no. Ello me facilita ocupar un puesto elevado en la Administración y ello me da la oportunidad de influenciar a otros científicos que estén bajo mi mando. Éstos, por temor a perder su puesto de trabajo, hacen todo lo posible por presentar pruebas que validen mi modelo científico. A mi vecino me encargo de silenciarlo, de desacreditarlo.
Pero pasa el tiempo y otros científicos con la mirada limpia, acaban demostrando que mi tesis era falsa, que la buena era la de mi vecino. ¿Quién tenía autoridad científica? Realmente, mi vecino. ¿Quién tenía poder para manipular las creencias científicas? Yo.
Yo utilicé mi poder para granjearme una autoridad falsa. Y es posible que algunos científicos, ignorantes de mi impostura, creyeran en mi autoridad.
Mi vecino no tuvo poder para producir algún cambio en el sistema de creencias de su época, pero nosotros, ahora, vemos que sí tenía autoridad y que, de haber tenido poder efectivo sobre los científicos de su época, sus ideas habrían cambiado, efectivamente, las creencias científicas imperantes. Tenía un poder potencial para haber cambiado el curso de la historia de una manera significativa, destacable. Pero las circunstancias no le fueron propicias. Aunque por circunstancias también podríamos entender, por ejemplo, una mala capacidad de mi vecino para hacerse entender por sus coetáneos.
Deduzco, por tanto, que toda persona investida de alguna autoridad merecida, es una persona cuyas facultades y talentos son adecuados para producir un efecto eficaz en alguna parte de su disciplina. Pues si careciese de tal poder, ¿de dónde le vendría su crédito?
No hablo aquí de un poder político, institucional o social, sino del poder potencial o actual de las ideas.
Por tanto, todo el que tiene poder, no necesariamente tiene autoridad, pero todo el que tiene alguna autoridad también tiene, de potencia o de acto, algún poder en su disciplina.
8. AUTORIDAD EDUCATIVA, ¿ANTE QUIÉN?
8.1. ANTE LOS ADULTOS.
¿Quién, por tanto, tiene autoridad en el campo de la educación? La respuesta que demos va a depender, creo yo, de los receptores o posibles beneficiarios. En nuestro caso, los receptores pueden ser varios colectivos: los padres, los educadores profesionales (maestros, profesores, educadores de calle… , pedagogos, filósofos, psicólogos, etc.
En este caso, tendría autoridad todo aquél que hiciese alguna buena aportación intelectual a ese campo, aunque, por circunstancias, pudiera carecer del poder necesario para aplicarlo en tal campo. Todos nosotros reconocemos a Marina una autoridad en el campo de la educación, incluso aunque sus palabras se las llevara el viento, por aquello de que la sociedad no le llegara a prestar la atención precisa. A veces, las ideas, como las semillas, no encuentran abono.
8.2. ANTE LOS NIÑOS.
¿Y quien tiene autoridad ante el niño? Aquella persona que, procurando el mayor bienestar y felicidad posible e infligiendo el menor daño posible a sus educandos, consigue que éstos le obedezcan de grado o gustosamente.
¿Deberíamos agregar algo más? ¿No deberíamos agregar que tiene autoridad ante el niño el que, además de hacerse escuchar por éste, le inculca valores éticos y le despierta las facultades intelectuales?
¿Por qué me parece importante hacer esta distinción? Porque creo que no es lo mismo tener autoridad ante personas intelectualmente maduras (los adultos), es decir, ante iguales, que ante personas intelectualmente inmaduras.
Necesitamos facultades distintas en ambos casos. Una autoridad legítima para adultos debe ser únicamente una persona que hace aportaciones en una determinada área o disciplina del conocimiento y, cómo tal, sólo necesita las palabras (o los números) para granjearse entre aquéllos el reconocimiento necesario. Palabras habladas o escritas, dichas en persona o no.
Una buena autoridad para los niños precisará otras habilidades. Las necesarias para condicionar al niño convenientemente, reforzando su conducta o debilitándola (por lo común, mediante el halago y la concesión de privilegios y la retirada de privilegios, respectivamente). Dependiendo de la edad del niño, deberá emplear más o menos la palabra o los mecanismos de condicionamiento. Cuanto mayor es el niño, más uso se deberá hacer de la palabra, y menos de los condicionamientos, aunque esto depende, principalmente, de los bien o mal educado que esté el niño.
9. PONER A PRUEBA LA TESIS.
Vayamos al principio de todo esto: ¿Qué está pasando? ¿Qué problema tenemos? Espero que todos estemos de acuerdo en el diagnóstico. El problema es que algo está fallando en el mundo de la educación, sí, ¿pero qué, exactamente?. Las familias suelen echarle la culpa a la escuela, ésta a la familia, o al gobierno, o a la tele… De acuerdo, no nos empantanemos en la discusión de a quién le pertenece la patata caliente. Yo diría que cada agente tiene la suya, aunque todas ellas han sido calentadas en la misma fogata.
Pero precisemos un poco más: ¿Cuál es el problema, exactamente? Un problema en educación podría ser que la escuela no contara con recursos materiales suficientes y que, por eso, nuestros niños no aprendieran bien las asignaturas. Pero no, sabemos que el problema es de otra índole. El problema es que nuestros niños -hijos o alumnos- no nos obedecen. Pues si nos obedeciesen, ¿qué estaríamos discutiendo aquí? Por eso, es necesario recobrar la autoridad perdida, pero no la autoridad del déspota, que ya sabemos que en realidad tienen poder pero no autoridad.
¿Qué hacemos, entonces, para solucionar este problema? Una cosa es clara: quienes, en concreto, visitamos esta web, hemos visto la posibilidad de hablar entre nosotros y de dejarnos tutelar por la autoridad de nuestro anfitrión, José Antonio Marina. ¿De dónde dimana su autoridad? De sus palabras, normalmente de las que vierte en sus libros. Él es para nosotros una autoridad en materia de educación y ética. Entonces ¿por qué no les damos a nuestros niños los libros de Marina? Hombre, pues porque no los entenderían, ni siquiera los mayores y más inteligentes. Por tanto, la autoridad de Marina en educación es válida para nosotros como adultos, no directamente para los niños. Por eso, he querido hablar de diferentes métodos didácticos de granjearse autoridad (por el condicionamiento, por la palabra), cuyo uso dependerá, principalmente, de la edad de la persona: personas inmaduras o personas maduras (con la inteligencia y la voluntad plenamente desarrolladas).
Así pues, una cosa es cómo los adultos llegamos a comprender que una persona tiene autoridad en algún asunto o disciplina, y otra cómo los niños y los menores de edad pueden llegar a comprender que un padre o un maestro tienen autoridad sobre ellos.
Con niños prelingüísticos emplearemos métodos de condicionamiento, lo cual no significa que nos quedemos mudos. No, utilizaremos las palabras para indicarles lo que está permitido que hagan y lo que no lo está. Pero ellos aprenderán la lección, principalmente, experimentando consecuencias derivadas de sus actos. Si el niño no colabora a la hora de vestirse, tras el aviso pertinente (un solo aviso), se le apagará la televisión en que ve los dibujos animados. Se le explicará que no la podrá ver hasta que no colabore. Déjenlo que llore, no le pasa nada. Es sólo una rabieta. No cedan a ella.
La voz fuerte o el azote en el trasero, sólo serán necesarios cuando el niño esté tentado de hacer cosas muy peligrosas para su integridad física.
En niños que ya entienden bien nuestras órdenes, bastará con aplicarles las consecuencias que les hemos anunciado si no obedecen. Por ejemplo: si el niño no deja de dar guerra con un juguete, se le quitará por un tiempo. No debemos discutir con ellos, ni ponerles malas caras ni reprocharles nada. No queremos enfados, queremos que obedezcan.
En niños con capacidad para entender nuestros discursos éticos más elevados, emplearemos el condicionamiento de la conducta cuando haga falta. Pero ya aquí sí que les podemos hablar cuanto queramos de las virtudes de convivir en democracia, de la paz, el amor universal, etc. Y es aquí cuando ya podemos hablarles de todo aquello de que nos hablan las personas que nosotros, como adultos formados, consideramos autoridades en educación y ética: Marina, Urra, Saváter, Aranguren, Goleman, MacKenzie, Baldwin, Bandura, Piaget, Kant, Aristóteles…
Pero, por favor, insisto, antes de llegar a tan elevados cielos, empiecen por algo más modesto y terrestre, empiecen por Skinner.
NOTA IMPORTANTE: Lo expuesto aquí no pretende dotar al lector (padre, maestro o profesor) del método y las habilidades necesarias para educar bien a los niños. Sólo es un apunte de por dónde, creo yo, deben encaminarse las soluciones. Un apretado resumen de los métodos a emplear, que no excusará de ningún modo la lectura de libros especializados en estos problemas. Ni, sobre todo, la orientación personal y directa de psicólogos, pedagogos o filósofos competentes. Pues si usted no conoce bien los métodos de poner límites a sus niños y los emplea de todos modos, es posible que llegue a creer que no funcionan.
Gracias.
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123raus
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Hola, María Oter y Ángeles, ¿qué tal?
Como creo que he tocado la cuestión del manotazo y del azote con prudentísimas palabras, dudo que exponer aquí más razones haya de servir de algo. Pero en fin…
Para fundamentar mis razones, no suelo recurrir a las palabras de reconocidas autoridades, pues creo que eso no suele ser suficiente. No obstante, esta vez sí lo haré, aunque luego diga algo más. En relación con el manotazo, a mí me resultaría bastante sorprendente que nuestro admirado anfitrión (al menos admirado por mí fuera uno de esos hombres que recurren a él (al manotazo) porque no saben controlar sus impulsos. Lo digo porque él mismo recomienda tal método en niños pequeños que -ya se sabe- suelen tener por costumbre meter los deditos en el enchufe. (Véanse las páginas del apartado La recuperación de la autoridad). En este mismo sentido me he pronunciado yo. Y a lo mismo me refiero cuando hablo de azote aparatoso en el culo. La intención no es hacer daño, sino asustar para evitar un daño mayor. Pero, por supuesto, María y Ángeles, estáis en vuestro perfecto derecho a creer que también Marina está equivocado. Quién sabe, nadie es infalible.
Cualquier persona interesada en cuestiones educativas podrá ver a las claras, pienso yo, que en ningún momento he hecho ninguna apología del maltrato físico ni de nada que remotamente se le pueda parecer, que es la cuestión que, pienso yo, subyace en el fondo de vuestra objeción. Y me permito la licencia de decir que, en este sentido, hablo en nombre de todos los compañeros que han tenido por bueno el artículo Sobre cómo recuperar la autoridad y así lo han manifestado.
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Lo de las bondades del azote suena a algo parecido a estar entusiasmado con los azotes, y es, por tanto, una expresión que no hace justicia a la forma en que yo he hablado de ellos.
El azote aparatoso o el manotazo son, en algunos casos, estimadas compañeras, males necesarios; y resulta que a nadie en su sano juicio se le ocurriría hablar de las bondades de los males necesarios. Ningún padre sensato cuenta con entusiasmo que ha llevado a su hijo a que lo operen de apendicitis. Los partidarios del divorcio no pretenden hablar de las bondades del divorcio. Simplemente arguyen que, en ocasiones, es un mal necesario, inevitable. Si vosotras alguna vez os habéis pronunciado a favor del divorcio, seguro que encontrarías injusto que alguien os acusara de que estáis a favor de que la gente se divorcie, entendiéndolo como algo divertido o magnífico. Dicho así, suena a regocijo ante la desgracia ajena. Y si alguna vez os habéis pronunciado a favor de algún tipo de aborto, es seguro que encontraríais injusto que alguien os acusara de decir que estáis a favor de que las mujeres se dediquen a abortar. A nadie le hace gracia tener que divorciarse, pero a veces es necesario. A nadie le hace gracia tener que abortar, pero a veces es necesario. A ningún padre le hace gracia darle un manotazo a su nene para que coja miedo a los enchufes; pero, sin duda, todavía le hará menos gracia ver cómo su niño mete los dedos en el enchufe debido a que no ha aprendido a temerlos.
Por otra parte, os rogaría afinar el sentido de la medida y la proporción. Si un médico sale por televisión y nos dice que un vaso de vino en las comidas suele ser beneficioso para la salud, ¿sería justo pretender que el médico en cuestión nos ha hablado de las bondades de beber alcohol? Dicho así, a medias y fuera de contexto, eso se presta a todo tipo de interpretaciones. Imaginaos la portada de un periódico diciendo en letras grandes: “Un médico nos habla de las bondades de beber alcohol.” Lo justo sería afirmar que ese médico nos ha hablado de las bondades de beber alcohol moderadamente en las comidas. Lo otro es distorsionar la intención y el mensaje de quien habla. Sacado de contexto, cualquier mensaje inocente puede parecer de todo punto inaceptable.
En el caso que nos ocupa, yo ni siquiera hablo de azotes o manotazos moderados, si no de recurrir a ellos en las contadas veces en que sea necesario, inevitable: cuando lo que está en juego es la vida o la integridad física del niño. Pero si vosotras, María y Ángeles, conocéis un método alternativo para que un niño prelingüístico aprenda a temer los enchufes o a cruzar corriendo la carretera cuando el semáforo está en rojo, os agradecería de corazón que tuvieras a bien contárnoslo. Cualquier método que utilicéis, ya sea una fuerte voz o una mirada de susto o enfado, no tendrá otra función que asustar al niño para que en lo sucesivo se oriente bien en su entorno. Si lo que vosotras hacéis es recurrir a la voz fuerte para disuadir al niño, seguro que hay gente que también esto le parecerá fatal. Y, por las mismas razones, os podrían decir que no entienden cuáles son las bondades de asustar al niño con esas voces. Por otro lado, lo que suele ocurrir es que no siempre una voz fuerte es suficiente para disuadir a algunos niños.
Pero insisto, si nada de todo esto utilizáis, sino métodos del todo distintos, pero eficaces, os ruego que me los hagáis saber.
Yo conozco a muchos padres que se escandalizarían si oyeran decir a alguien que nunca importa ver llorar a los hijos por no conseguir alguna cosa. Vamos a jugar a dramatizar: “¿Pero cómo puedes decir tan tranquila que no te importa ver llorar a una pobre criaturita? ¿Es que eres indiferente a su sufrimiento? ¿Acaso no temes que se pueda traumatizar? ¿Cuáles son las bondades de ver llorar a un niño y de satisfacer sus deseos?...” Seguro que protestarías. Pienso que es muy fácil dramatizar.
Por las mismas razones -y os lo digo con el debido respeto a vuestras personas- protesto yo de vuestras objeciones. No las encuentro justas. El principal método para poner límites a los niños es la retirada de privilegios, y así lo he dicho.
En cuanto a lo que dice María sobre el error de utilizar el lenguaje de los jóvenes, me he perdido. Supongo que te refieres, María, a algún comentario de otro compañero.
En relación a lo que tú dices de la anomia, Ángeles, te diré simplemente que una cosa es que las normas sean injustas y otra cosa es que en una sociedad haya anomia. Son fenómenos distintos. En la época de nuestros padres o abuelos realmente no había anomia, o, al menos, no podemos decir que la anomia caracterizara esa época. Al contrario, la sociedad era bastante homogénea: los valores de los hijos no diferían de los de los padres. ¿Que había injusticia? ¿Quién lo niega? Pero el hecho de que antes hubiera injusticia y desigualdad a raudales no implica que hoy no pueda haber anomia. ¿O sí?
Una cosa, Ángeles, es que las normas de antaño fueran degradantes y otra, muy distinta, que las normas estén degradadas. Entre una cosa y otra no hay ni siquiera un parecido remoto, amiga Ángeles. Y si aquí hablo de normas degradadas es porque creo que hay razones para ello. Creo poder fundamentar lo que digo. Anomia es intentar educar a nuestros niños con los valores de la democracia, la cual prescribe la cooperación, el diálogo, la ayuda al necesitado, etc., y, al mismo tiempo, educar a nuestros niños en un sistema neoliberal que exige la competitividad feroz y la desigualdad social sin límites. Como lo ilustra el hecho de que unos pocos tengan muchísimo y otros muchos poquísimo. ¿A qué valores obedece el hecho de que un Billy Gates tenga catorce millones de dólares? ¿Armoniza bien este hecho con la igualitarista democracia o más bien con un neoliberalismo económico selvático, feroz y descontrolado? Democracia y economía de mercado van, creo yo, de la mano, pero una economía de mercado feroz, como en la que estamos, no va tan de la mano de la democracia. Vamos, digo yo.
Anomia es la que se desprende de la tremenda confusión general acerca de dónde empieza nuestros derechos y dónde acaban; cuándo hablamos de derechos y cuándo hablamos de privilegios; cuando de víctimas y cuándo de victimismo (tan propio en esta cultura de la queja); cuándo hablamos de igualitarismo social y cuándo de individualismo feroz. Es parte de la anomia educar a nuestros niños para que guíen en esta vida sin recurrir a la violencia y luego dejar que se empapen de violencia gratuita a cargo de los Vandame, los Rambos, los Suasenaguer, los James Bon y su licencia para matar. También es anomia predicar el respeto por los demás y luego empaparnos de cotilleos difamantes y despellejamientos periodísticos sin cuento. Hay contradicción entre una cultura que ensalza la libertad personal y, al tiempo, ataca su principal instrumento, la voluntad. Hay contradicción entre las excelencias de la democracia y las bajezas de la demagogia… Creo que podría estar inventariando contradicciones normativas un buen rato más.
Antaño había miedo, Ángeles, ya lo sé, dímelo a mí. Se obedecía por miedo, ya lo sé. ¿Estamos ahora mejor? Pese a la anomia galopante, yo creo que sí, por eso digo que jamás en la historia hemos sabido tanto de ética. ¿Pero nos quedamos con eso? ¿Nos quedamos complacidos porque la comparación nos favorezca? Yo no, desde luego. Justo es aplaudir y reconocer los avances, que son muchísimos. Pero si yo escribo aquí, si estamos en este foro, es porque no nos conformamos con lo que hay. Concretamente, me alegro mucho de que nuestros niños no tengan hoy miedo de padres y maestros, pero deploro que ahora el miedo, el estrés o la depresión la pasen muchos padres y maestros. ¿Debemos solucionar esto o no, Ángeles? ¿O nos conformamos con que hoy los niños no pasan ya miedo en las escuelas? Yo preferiría que el miedo desapareciera en unos y otros, en pequeños y grandes. ¿Y tú, Ángeles?
Saludos.
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